Galicia, en la Edad Media y en los siglos posteriores presenta una red viaria tan pobre y deteriorada que transitar por ella supone una auténtica aventura.
Importante era la construcción y, sobre todo, el mantenimiento de puentes fuertes y seguros que sirvieran para cruzar los muchos y caudalosos ríos que bañan las tierras gallegas. Por documentos históricos sabemos que ya a finales del siglo XI, por el estado de abandono e inseguridad de las rutas, se producen ya enfrentamientos entre comerciantes y nobleza de Santiago.
En el siglo XVI, Juan de Villuga en su repertorio de caminos de 1546 y Alfonso de Meneses en 1576, registran tres o cuatro rutas básicas de herencia medieval en la Galicia de ese momento: el camino de Santiago a Coruña de 10 leguas, el de A Coruña a Finisterre de 12 leguas, el de Santiago a Finisterre de 16 leguas y el de Santiago a San Juan de Pie de Puerto de 152 leguas, que coincide con el más tradicional Camino de Santiago. A estas vías principales se sumaría una extensa red de veredas (llamadas en gallego “corredoiras”) que comunicaban aldeas y parroquias contiguas, muchas difíciles de transitar en época de lluvias.





Aún en el siglo XVIII la mayoría son caminos de herradura (transitables solo a pie o para reatas de mulas y caballos) y pocos son objeto de las suficientes reformas para transformarlos en caminos de rueda (aptos para el paso de carruajes o carretas). A fines del Antiguo Régimen, la red viaria de Galicia es de una gran precariedad, tanta que hasta la finalización en 1772 del camino real Madrid – A Coruña, Galicia era inaccesible al tráfico rodado desde el exterior. El cuidado de los caminos y puentes hacia el siglo XVIII es responsabilidad de cada parroquia y pocas cumplían con su obligación.
Sabemos por la obra de Labrada, “El comercio de Galicia y con Galicia en la economía mundial del siglo XVIII. Para un estado de la cuestión”, la dificultad de recorrer los caminos en los que, entre otros incidentes de la complicada orografía gallega, los ríos constituyen grandes obstáculos difíciles de salvar. Dice Labrada: “caminos estrechos y costaneros, de puentes arruinados, de puentes de madera muy peligrosos o de falsos puentes formados de troncos de pino cubiertos de tierra y tojos, ninguno de los cuales podía cruzarse a caballo ni “transitarse sin grave riesgo”, habiendo de cruzarse por vados o barcas, o apeándose para cruzar a pie por puentes de madera ríos como el Miño o el Lea. En las jurisdicciones de montaña la mayoría de los puentes eran de madera y los llevaban frecuentemente las corrientes. Los vecinos no podían cruzarlos con sus carros ni para el servicio de sus labranzas en invierno o cuando los ríos no estaban vadeables. Algunos puentes romanos o medievales, como los de Gatín y de San Martín de la Ribera sobre el río Navia necesitaban ser reconstruidos, igual que el de Belesar en Chantada sobre el Miño.”
Aparte de la inseguridad debida al estado de los caminos, otras circunstancias los hacen todavía más difíciles de transitar a lo largo de los siglos. Gracias a escritos de Bernardo Barreiro de 1883, sabemos del miedo de los transeúntes en la zona de San Lorenzo, principalmente a horas oscuras, en donde se decía que aparecían almas en pena vestidas de túnicas blancas encendiendo y apagando cirios, acompañando el ataúd del pecador impenitente. También abundaban bandoleros que se apoderaban de las pertenencias de los comerciantes y peregrinos.