
El oficio de lavandera respondía, en primer lugar, a la división sexista del trabajo y también a la necesaria limpieza de la ropa doméstica, uno de los trabajos más duros de la rutina doméstica por las condiciones en las que antiguamente se realizaba. Esta actividad era requerida, sobre todo, en las villas y grandes ciudades, donde mujeres en la búsqueda de un salario para el sostenimiento doméstico, ofrecían sus servicios a casas, pensiones y hospitales, que podían pagar por ellos.
Se desconoce cuál fue el número máximo de lavanderas en la capital gallega, mas alrededor del año 1750, según el libro Historia de lana ciudad de Santiago de Compostela (2003), el total de mujeres que se dedicaban la esta profesión era de 33, número que no llegaba al 2% del total de mujeres censadas con oficio remunerado en aquel momento dentro de la ciudad, lo que las dejaba en la novena ocupación retribuida ejercida por mano de obra femenina.
El salario medio anual recibido era de unos 102 reales. A esto se le debe sumar también que las autoridades locales buscaban limitar los movimientos de las mujeres en el tocante al mundo laboral, obedeciendo esta actitud a la visión patriarcal y misógina de la sociedad del momento.
La lavandera estaba comprometida o apalabrada con una o más casas. Allí recogía la ropa para lavar, normalmente los lunes. A partir de ahí, la operación era rutinaria, siempre los mismos pasos. El primero un lavado con jabón, luego torcer la ropa, batirla contra una piedra y ponerla a aclarar extendida sobre una superficie. Así puesta, las lavanderas aguaban esta ropa todo el día para branquearla. Para lo otro día ponían la ropa en un cesto y la cubrían con una tela vieja que hacía de filtro. Por encima se le echaba agua hervido con ceniza. La ceniza y las basuras quedaban filtradas por tenerla mientras que el agua caliente pasaba por ella. Después de esto, se repetía el lavado y lo aclaro se hace falta. Luego la ropa ya seca era doblada y repartida por las casas, pensiones u hospitales que pagaban por el servicio.

El precio era fijado según dos variables: o bien por cestos o por prendas. El tamaño de las piezas lavadas también hacía variar el precio del trabajo. Por otra parte, la fidelidad o la servidumbre a una casa durante mucho tiempo, podían tener una compensación monetaria o en especie, cosa que podía suceder también en fechas señaladas como la Navidad. Las señoras, amas, clientas de las lavanderas eran mujeres de clase media alta y alta de la ciudad. Esto se dejaba ver en la calidad de las piezas de ropa entregadas a las lavanderas y también los «descuentos «que aplicaban a la desaparición de una pieza, dependiendo del tamaño, uso o valor económico de la misma.
Por otra parte, las propietarias de la ropa no eran muy partidarias del uso de diversas substancias químicas en el lavado. En definitiva había un «tira-puja» en la negociación del precio, un arduo regateo. Así las lavanderas fueron cogiendo fama de negociadoras, debido mayormente, a la poca retribución que de primeras querían pagarles las propietarias de la ropa.
Lavanderas y aguadoras llevaban ropa y agua limpias las casas y recogían de ellas las «lavaduras», restos del almorzar con los que alimentaban a sus animales de corral. Todo se reciclaba.